La comunidad “corporada” cerrada en el México pos-indígena. Desindianización y el destino de las exrepúblicas de indios en el siglo XXI (2024)

Me propongo analizar un tipo particular de comunidad a la que pertenecen decenas de millones de mexicanos cuyos ascendentes, de una o varias generaciones atrás, hablaban lenguas indígenas. El tipo de población, se podría decir, al que se dirigieron las políticas de aculturación o desindianización, gestadas en el México del siglo XIX y desplegadas en el XX en aras de forjar una nacionalidad mexicana. Estas personas viven en, o mantienen vínculos formales con, sus comunidades de origen que durante el Virreinato tenían la categoría jurídica de “repúblicas de indios”. A pesar de profundos cambios económicos y educativos -además de las predicciones de diversas vertientes de las teorías de modernización-, en lugar de desaparecer, estas comunidades se mantienen fuertes y son componentes esenciales para entender la formación social mexicana de hoy.

Me refiero a la añeja propuesta de Eric Wolf de la “comunidad corporada cerrada”, expresión ampliamente utilizada, discutida y cuestionada por distintos motivos y en diferentes contextos. Conforme a las premisas de las teorías de modernización, desde su planteamiento original, Wolf, al igual que otros autores, propuso su inevitable desaparición. Recordemos que Robert Redfield (1944: 10 y 109), basándose en dicotomías como Gemeinschaft/ Gesellschaft de Ferdinand Tönnies, solidaridad mecánica/solidaridad orgánica de Durkheim, societas/civitas de Morgan, estatus/contrato de Sir Henry Maine, construyó su modelo del continuo folk/urbano. Estas dicotomías arraigan firmemente en la teoría sociológica clásica y tienden a permear nuestro pensamiento a la vez que permiten separarnos de algún “otro”, como los sectores rurales, los “primitivos” o los “pre-modernos”. Así, el substrato de gran parte de la teórica sociológica utilizada para abordar procesos de modernización está planteada en términos dicotómicos que auguran un colapso ineluctable de la comunidad. En la propuesta de Wolf, podemos ver que su destrucción implica el fin de la igualdad por la penetración del capitalismo.

En el planteamiento de Wolf, la destrucción o transformación llegarían al abrirse la comunidad. Expuesta fundamentalmente en términos económicos, Wolf enumera elementos de apertura como la pérdida de control por parte de los viejos elementos conservadores. En cambio, propongo que es conveniente pensar la cerrazón en términos sociales. Si vemos las comunidades como grupos sociales cerrados, observaremos que, si bien se han abierto a la economía moderna, siguen siendo grupos sociales cerrados que controlan su membresía y mantienen sus límites. No se han destruido porque, en primer lugar, no estaban fundados en un principio de igualdad como pensaba Wolf, sino en un sistema de organización eficaz que, a través de medidas coercitivas, asegura la participación y cooperación para lograr determinados fines; sobre todo la protección y reproducción de la comunidad. Estas no solo consisten en la defensa de la integridad de la comunidad a nivel sociopolítico, sino también a través del ritual destinado a asegurar el bienestar, la prosperidad y la salud de sus habitantes. Si bien Wolf toma en cuenta el sistema de cargos religiosos y civiles, lo conceptúa como un sistema de poder y de redistribución económica, desatendiendo su función de protección sobrenatural. Es decir, deja fuera el aspecto primordial del sistema de cargos cuyo propósito es distribuir las tareas rituales consideradas por los comuneros como necesarias para asegurar el bienestar y prosperidad que proveen las entidades sobrenaturales.

Propongo entonces revisitar el concepto de Wolf, enfatizando los aspectos sociales, parentales y religiosos de la comunidad y destacando su corporatividad. Aunque el término “corporado” adjetiva la comunidad en la propuesta de Wolf, es la característica que menos atención ha recibido. Sugiero el término “pos-indígena” para este tipo de comunidades como una manera de obligarnos a pensar la historia. La comunidad pos-indigena es la misma tratada por Andrés Medina (2007) en sus estudios sobre comunidades del sur de la Ciudad de México cuyos habitantes emplean el término “pueblos originarios” para autodesignarse.1 Se trata del mismo tipo de unidad que alberga una gran parte de los mexicanos a los que se refirió Guillermo Bonfil (1987) en el “México profundo”.

El término “post-indígena” sirve para recordar el pasado prehispánico y colonial de comunicades de este tipo, pero también la historia reciente de des-indianización que caracterizó el México del siglo XX. En particular, es un recordatorio a los antropólogos de un proceso social que afectó y afecta a decenas de millones de mexicanos. Los propios antropólogos han contribuido a borrar la memoria de este proceso al privilegiar en su mirada a los “indígenas” y no a quienes dejaron de serlo, es decir, aquellos mexicanos que fueron desindianizados por un conjunto de políticas del Estado mexicano. Pareciera que, por pasar de moda el concepto de aculturación - tan extensamente dominante en la antropología mesoamericanista-, o bien por su falta de vocación histórica, los antropólogos han descuidado el destino de sus víctimas.

El término “post-indígena” está inspirado en el de post-nahua de Eileen Mulhare (2005). Crítica del posmodernismo, su concepto surge en el contexto de su trabajo de campo en Totimehuacán, municipio independiente a principios del siglo XX que fue anexado posteriormente a la ciudad de Puebla. Mulhare destaca que, aunque el censo oficial reporta que más del 80% de los habitantes se dedicaba a empleos industriales, al comercio y los servicios, estos “rasgos urbanos” son engañosos. Totimehuacán es un pueblo antiguo con una historia de 2,700 años. Hace un siglo su indumentaria era la que se asociaba con la de los indígenas y sus habitantes hablaban náhuatl; el castellano que hablan hoy está “entreverado con coloquialismos nahuas”. Sus siete barrios “tienen sus raíces en formas prehispánicas de organización social” y “hay un sistema activo de mayordomías que son organizaciones semiobligatorias encargadas de festejar las fechas señaladas de la comunidad y de los santos patrones de los barrios”. Mulhare se pregunta si se debe clasificar a los totimehuacanos como” indios” o “mestizos”. Señala la ambigüedad del término “mestizo” que “confunde a los descendientes de matrimonios mixtos de españoles e indios con pueblos que ya no se consideran indios”. Por su parte, “los totimehuacanos evitan ambos términos. Más bien, suelen referirse a sí mismos como campesinos, poblanos, los pobres, macehuales, o simplemente totimehuacanos. Personalmente prefiero llamarles posnahuas, personas de antepasados nahuas, que han adoptado una nueva forma de vida en el siglo XX” (Mulhare, 2005: 331-332).

Dado el proceso de des-indianización que se produjo en México durante el siglo XX -no se ha detenido en el XXI-, con variantes, la descripción de Mulhare podría aplicarse a miles de comunidades en el país. Por des-indianización, término empleado por Guillermo Bonfil en sustitución de aculturación, se entiende la pérdida de la lengua vernácula, el criterio principal para definir al indígena en México, aunque claramente el cambio lingüístico responde a la integración de los hablantes de lenguas indígenas a la cultura nacional a través de la escuela, la descampesinización y los medios de comunicación masiva. Por eso, y considerando lo ambiguo del término mestizo2, vale la pena expandir “pos-nahua” a “pos-indígena” por ser un proceso mediante el cual, no sólo los nahuas han abandonado su lengua y han dejado de ser campesinos, sino también otomíes, zapotecos, mixtecos, así como los hijos y nietos de hablantes de todos los idiomas indígenas del país (Robichaux, 2004: 323). Cabe destacar, sin embargo, lo que interesa aquí no refiere a individuos que han pasado por este proceso, sino a comunidades enteras, colectividades que tenían personería jurídica antes de la Reforma liberal de 1857 y que, actualmente, por su particular forma organizativa de cargos religiosos y civiles semiobligatorios, tienen límites nítidos como grupos sociopolíticos religiosos, y una especie de personalidad jurídica de facto.

El presente artículo se divide en tres apartados y unas reflexiones finales. En el primero, me refiero a formas actuales y pretéritas de definir al indígena en México. En el segundo, revisito brevemente el concepto de Wolf de “comunidad corporada cerrada”. Resalto la forma en que Wolf definió “lo cerrado” y daré ejemplos de cómo en su propuesta se enfatizan los aspectos económicos en detrimento de lo social y parental. El tercer apartado es de corte etnográfico: refiero mi propio trabajo en Tlaxcala entre 1974 y 2001 y en Texcoco desde 2001 hasta el presente, y a los de algunos egresados de la Universidad Iberoamericana llevados a cabo en estas dos regiones. Presento algunas características sobresalientes de la organización comunitaria y propongo conceptuar a la comunidad como un grupo de filiación, fundamentalmente patrilineal, con una base territorial. En las reflexiones finales, destaco la dimensión religiosa de la comunidad corporada cerrada. Si Wolf y otros autores confirieron importancia a los cargos civiles y religiosos, los subrayaron como sistema de poder, mecanismo de nivelamiento económico o de eliminación de excedentes -sus posibles funciones económicas y políticas- en menoscabo de la importancia de las prácticas y creencias religiosas. Finalizo proponiendo un nuevo rumbo para futuros estudios de las comunidades indígenas y post-indígenas en México.

Definiciones del indígena y la indianidad en México.

Importa recordar algunos aspectos relacionados con la “cuestión étnica” en México. Hasta la última década del siglo XX toda la política del Estado mexicano se ha enfocado en incorporar al indígena y convertirlo en mexicano. En la propuesta indigenista de Gonzalo Aguirre Beltrán (1967) de establecer “centros coordinadores” en “regiones de refugio” (áreas que, por su aislamiento, acceso difícil o poca susceptibilidad de explotación rentable, aún quedaban poblaciones de lengua indígena), con la acción del Estado se podría acelerar el proceso de aculturación “natural” que estaba ocurriendo desde la Conquista (Aguirre Beltrán,1970).

El criterio lingüístico sigue siendo primordial para la definición del indígena en México, aunque, ha habido intentos de adoptar otros y, más recientemente, en los censos se emplea la autoadscripción. A diferencia de Estados Unidos donde se ha definido al indígena por su ascendencia o empadronamiento en alguna tribu o “nación doméstica”. Desde 1990, México adoptó la categoría “hogar censal indígena” que, a partir de 2010 se define como todo hogar cuyo jefe o jefa, o persona de referencia, o su madre o padre, habla una lengua indígena. Se consideran indígenas todos los residentes de estos hogares (Vásquez Sandrin, comunicación personal, 2023). Desde 2000, se ha abierto la posibilidad de la autoadscripción, preguntándole al entrevistado si pertenecía a algún grupo etnolingüístico específico y en el censo de 2010 la pregunta era si se consideraba como “perteneciente a la cultura indígena”. Tanto en los hogares censales indígenas como en el caso de la autoadscripción, la información se obtuvo de una muestra representativa de alrededor del 13 % del total de hogares a los cuales se les aplicó un cuestionario ampliado (Váquez Sandrin y Quezada, 2015: 183).

Hasta dichas modificaciones, el criterio lingüístico, aplicado a todos los individuos de 5 años o mayores, ha sido determinante para definir al indígena en los censos. Sin embargo, desde tiempo atrás, este criterio ha sido cuestionado. Manuel Gamio, el “padre de la antropología mexicana” criticó al censo de 1910 por clasificar uniformemente a la población del Valle de Teotihuacan como “de raza blanca” por no hablar una lengua indígena sino castellano “conforme al exclusivo e ilógico uso del sistema lingüístico”. Para Gamio, no hablar la lengua vernácula no quiere decir que, “en realidad, la mayoría de los habitantes no siga siendo de raza indígena y de costumbres indígenas, por más que diversas circunstancias los hayan hecho substituir el idioma azteca por el castellano” (Gamio, 2017: xx-xxi). En consecuencia, alrededor de 1920 Gamio organizó un “censo etnográfico”, en que, con base en características de alimentación, vivienda e indumentaria, además de ideas religiosas y éticas, distinguió “civilización indígena” y “civilización moderna” (Gamio, 2017: xxix-xxx). Planteó que se podría introducir “esa innovación en el próximo censo general de la República”. Cabe notar que para Gamio civilización es sinónimo de “tipo cultural” (2017: xxvii); aunque califica la civilización indígena de “retrasada” y la moderna de “más avanzada” (2017: xxviii), afirma que el indígena “...tiene iguales aptitudes que el mestizo o el blanco” pero por su “miserable estado económico” se ve forzado a dedicar “todas sus actividades al sostenimiento de su subsistencia orgánica” (Gamio, 2017: xxxi).

Gamio señala la tendencia al ocultamiento del idioma indígena y puesto que “…los empadronadores se conforman con apuntar que poseen el español, resulta grandemente disminuida la cifra de los habitantes que en realidad hablan idiomas indígenas” (Gamio, 2017: xxxiv). Aplicando su esquema de dos civilizaciones, aunque el total de hablantes de náhuatl en el Valle de Teotihuacán no rebasaba el 7% (Mendieta y Núñez, 2017: 143), las personas de civilización indígena representan el 66% de sus 8330 habitantes (Mendieta y Nuñez, 2017: 141). Años después, Gamio emplearía el término “indo-mestiza” para referirse a la población de México de origen indígena, que había dejado la lengua pero que, en diferentes grados, compartía prácticas culturales con los mexicanos de cultura occidental. Destaca que el abandono de las lenguas indígenas ha sido más rápido y amplio que los cambios en “los procesos mentales y culturales” y estima que se trataba de unos 20 de los casi 26 millones de mexicanos reportados en el censo de 1950 (Gamio, 1952: 268).

A partir de su análisis de los censos mexicanos del siglo XX, la historiadora Dolores Pla Brugat ha mostrado cómo se han subregistrado los hablantes de lenguas indígenas y cómo se ha ocultado la indianidad. El creciente número de personas tildadas de mestizas registrado en el siglo XX no responde a un proceso de mestizaje sino a la des-indianización, es decir, el reemplazo de las lenguas indígenas por el castellano. Destaca que al introducir variables relacionadas con la cultura material de los indígenas -como no comer pan de trigo, dormir en el piso, ir descalzo, usar huaraches (sandalias), usar calzón en el caso de los hombres-, el censo de 1940 reveló que más de la mitad de los mexicanos ostentaban rasgos de cultura material asociados con la indianidad, el triple de los hablantes de lenguas indígenas (Pla Brugat, 2011: 80).

Distintos autores han señalado este proceso de transformación. Julio de la Fuente (1947: 67), funcionario indigenista y colaborador de Malinowski, destacó el proceso de transformación del indio en no indio. Observó que para definir al indígena en México se han utilizado elementos culturales, siendo primero la lengua, pero también la indumentaria, el haber nacido en un pueblo o región indígena, tener costumbres como andar descalzo o vivir en un jacal (choza), demás del pauperismo económico y la opresión social. No obstante, afirma: “El curso de los acontecimientos en México parece señalar que tanto los indios como los no-indios están interesados en que aquellos pasen a ser no-indios y que tal paso es relativamente fácil. Esto significa en gran medida la desaparición de la ‘Indianidad’” (de la Fuente, 1947: 68). Los indicadores de la cultura material que menciona de la Fuente ya no están vigentes y las lenguas indígenas siguen cediendo al castellano. Robert Redfield (1943) describió esta situación en Dzitás en Yucatán y en un artículo en co-autoría con Ralph Beals y Sol Tax (1943). Estos autores resaltan la existencia de regiones culturalmente indígenas donde se hablaba castellano. Richard Adams (1956) ha empleado el término “indio transicional” para destacar este proceso en algunos países centroamericanos.

Con la excepción de Guillermo Bonfil (1976), los autores que han cuestionado el criterio lingüístico no han prestado atención a la organización comunitaria. En su estudio de Cholula en las cercanías de Puebla, este autor destaca formas organizativas que persisten a pesar del trabajo asalariado y la industrialización. Para Bonfil el sistema de cargos es indicador de “lo indio” y su permanencia y centralidad en un contexto urbano como Cholula reviste más similitudes que diferencias con poblados indígenas. Sin embargo, a diferencia de las comunidades indígenas, donde no hay una clara separación entre las funciones religiosas y civiles y todos están obligados a participar, en Cholula hay gente al margen del sistema de cargos (Bonfil, 1976: 252-253). Para Bonfil, por su cultura mestiza en lo que se refiere a idioma, indumentaria y escolarización, sus instituciones religiosas debieron haber desaparecido (1976: 257); Cholula ya no es “población indígena, al menos en términos en que comúnmente se entiende esa categoría” (1976: 256); no obstante “Cholula se conserva indígena por su sistema de cargos” (1976: 263). Apunta que esto no es privativo de Cholula, sino impera en muchas otras comunidades de origen indígena en México (Bonfil, 1976: 252). Aunque no explícitamente, es obvio que, al afirmar que sus instituciones religiosas debieron haber desaparecido, Bonfil tiene en mente toda la carga de los supuestos de la modernización, presentes en la propuesta de Wolf sobre la comunidad corporada cerrada.

Cerca de Cholula, en el estado de Tlaxcala, Hugo Nutini y Barry Isaac (1974) colocaron el sistema de cargos al centro de su planteamiento del continuo indio-mestizo. Modelado en el continuo folk-urbano de Robert Redfield (1944), los pueblos cercanos al polo indio son hablantes del náhuatl, tienen una economía campesina y lo religioso está fusionado con lo civil en el sistema de cargos. En su propuesta de cambio, que es el tránsito hacia el polo mestizo suscitado por la introducción del trabajo asalariado, se produce la modernización que Nutini e Isaac definen por una creciente monetarización de la economía y el consumo de bienes industriales. Como consecuencia de la modernización, se produce la secularización que consiste, primero, en una separación de los cargos civiles de los religiosos, y culmina en la eliminación del sistema de cargos religiosos (Nutini e Isaac, 1974: 432-444).

La ventaja del planteamiento de Nutini e Isaac es que hablar en términos de un continuo permite captar la fluidez y romper con las categorías rígidas de indígena y mestizo. Sin embargo, como veremos, de acuerdo con datos etnográficos de las regiones de Tlaxcala y Texcoco, sus predicciones relativas a la transformación y el tránsito hacia el polo mestizo en cuanto al sistema de cargos se refiere, son ilusorias. Antes de abordar esa cuestión, veamos el planteamiento de Wolf de la comunidad corporada cerrada.

La comunidad corporada cerrada revisitada

Wolf dio en el clavo al señalar a la comunidad como unidad básica de organización mesoamericana. No obstante, lo que más se ha rescatado de su propuesta es el énfasis en lo económico. Así, se ha desviado la atención de lo social -es decir, la dimensión corporativa del grupo-, y de su naturaleza eminentemente religiosa, aspectos fundamentales y de mayor utilidad conceptual al abordar las comunidades post-indígenas de hoy. Vale la pena detenernos un poco en los supuestos básicos del planteamiento de Wolf (1955: 454). En su primera iteración, aclara que su interés es la relación estructural y no el contenido cultural, puesto que busca establecer una tipología de comunidades campesinas en América Latina, fundamentalmente a partir de criterios económicos. Señala la importancia de la relación de la comunidad con el mundo exterior para establecer esta tipología, apuntando que el fenómeno empírico es probablemente resultado de alguna imposición del exterior, y que su particular trayectoria debe tomarse en cuenta.

Su desarrollo de nueve tipologías de comunidades campesinas en América Latina tiene como punto de partida dos tipos básicos: 1) las corporadas cerradas de los altiplanos de México y Perú, que principalmente tienen una economía de subsistencia, aunque también hay cultivos comerciales; y 2) las comunidades abiertas de las tierras bajas tropicales orientadas al mercado. El primer tipo fue la base del sistema colonial español como proveedor de mano de obra al Estado y es una corporación en el sentido de Meyer Fortes (1953) al referirse a las unidades unilineales de parentesco. Si bien el parentesco pudo haber constituido la base de su organización en la época prehispánica, ya es de importancia secundaria; sólo persisten algunos rasgos de organización basados en el parentesco “...tales como una tendencia hacia la endogamia local u ocasionalmente…/… derechos diferenciales entre antiguos y nuevos habitantes”. Se trata del producto final de un proceso de reorganización que comenzó en la época prehispánica y siguió durante la colonia, un sistema social con límites bien definidos en cuanto a sus relaciones con “externos e internos”. Vista desde el exterior, la comunidad corporada cerrada lleva a cabo ciertas actividades y mantiene determinadas “representaciones colectivas”. Vista desde adentro, define derechos y obligaciones de sus miembros y prescribe ciertos ámbitos de su comportamiento. Como co-propietarios de una corporación detentadora de la tierra, sus miembros son obligados a participar en los asuntos políticos y religiosos comunitarios en el período colonial (Wolf, 1955: 455-457). La comunidad tiene la jurisdicción sobre la tierra, la cual no es plenamente mercancía, y se prohíbe la venta de terrenos a fuereños (Wolf, 1955: 457-458).

Poco después, Wolf (1957) volvería a plantear su modelo en comparación con comunidades corporadas cerradas en Java. Tres décadas después de la formulación del modelo en los dos artículos citados, Wolf (1986) hace aclaraciones y rectificaciones, sobre todo a la luz de estudios posteriores con mayores datos sobre el período virreinal y las comunidades mesoamericanas. En primer lugar, Wolf aclara que al escribir los artículos de la década de 1950 tenía tres propósitos interrelacionados: “1) comprender los marcos organizativos de las comunidades como resultados y determinantes de procesos históricos; 2) visualizar a estos últimos como procesos íntimamente relacionados a cambios en el ámbito económico y político mayor; y 3) comprender las estructuras culturales como producto de estas interconexiones a través del tiempo en lugar de en términos de contenido cultural” (Wolf, 1986: 325). Explica que en ese momento la antropología mesoamericanista y, sobre todo la andinista, se centraban “todavía en comprender la vida ‘de los indios’ en términos de herencia cultural y el cambio en términos de la aceptación diferencial o rechazo de formas culturales en el curso de la aculturación” (Wolf, 1986: 325). Explica también que aplicó el concepto de “tipo” de Julian Steward -que en realidad es un modelo orientado al descubrimiento y no un esquema de clasificación- al modelo de corporación que Fortes desarrolló para los grupos de filiación unilineal en África.

Por el énfasis de Wolf en lo económico y el sistema económico mundial en su modelo, se prestó escasa atención al aspecto corporativo social y el control que tienen los habitantes sobre quienes pertenecen a la comunidad. Aunque de alguna manera trató el aspecto religioso en la década de 1950, en su recapitulación de 1986 esta dimensión está ausente.

Si bien Wolf reconoce que el sistema político religioso define las fronteras de la comunidad, lo describe en términos de un sistema de poder. El prestigio se logra ascendiendo en el escalafón de los cargos; el consumo conspicuo es comunitario, no individual; la comunidad “…nivela las diferencias de riqueza que podrían intensificar las divisiones internas de clase en detrimento a la estructura corporativa”. La estructura de clases se expresa dentro de los límites establecidos por la comunidad y la estructura corporativa impide la movilización capitalista de la riqueza como sucede al exterior, lo que atenúa el impacto de tensiones que podrían llevar a la desintegración de la comunidad (Wolf, 1955: 458).

La “apertura” de las comunidades corporadas cerradas ha sido conceptuada en términos económicos. En su estudio sobre una comunidad chatina en Oaxaca, James Greenberg (1981) considera que la comunidad “se abrió” por la construcción de la carretera y el mayor movimiento de personas. En otra comunidad de filiación mixe, del mismo estado mexicano de Oaxaca, Greenberg describe una transformación radical entre 1973 y 1990: la comunidad dejó de ser monolingüe, la economía ya no se basaba en la agricultura de subsistencia sino en una variedad de oficios y hasta actividades profesionales; muchos aldeanos poseían camiones y se dedicaban al comercio de café; la gente había cambiado sus viviendas de adobe y bajareque por casas de ladrillo, muchas de las cuales tenían dos pisos. En general, en 1990 ya no era un pueblo campesino sencillo, pues se había vuelto más estratificado. Entre los factores que “erosionaron las fronteras cerradas” de esta comunidad corporada, Greenberg señala la escasez de tierra debida al crecimiento demográfico que llevó a sus habitantes a otras actividades, el establecimiento de un centro coordinador del Instituto Nacional Indigenista y de una secundaria técnico y agrícola regional, la formación de un buen número de profesores, la construcción de centenares de kilómetros de caminos en la región, lo que propició el comercio y favoreció a los comerciantes del pueblo (Greenberg, 1995: 69-70).

No obstante, a pesar de estos notables cambios económicos, no había desaparecido completamente el carácter de comunidad corporada cerrada del pueblo. Persistían elementos “no capitalistas”; entre ellos “las tierras comunales, la membresía cerrada definida por el servicio en la jerarquía civil-religiosa y sistemas de trabajo comunal.” Replicando a Wolf, Greenberg agrega que, “aunque algunas de estas características pueden tener raíces prehispánicas, son igualmente productos de cinco siglos de integración en la economía mundial y la dominación por la sociedad mayor (Greenberg, 1995: 70).

Ahora bien, como pueden mostrar una hojeada a los censos nacionales o la lectura de monografías de las últimas tres o cuatro décadas, la transformación económica que describe Greenberg se ha repetido con variantes en miles de comunidades mexicanas cuyos habitantes hablaban lenguas indígenas y vivían de la agricultura de subsistencia. Esto ocurrió en distintos momentos del siglo XX -acelerándose en las últimas décadas-, primero en zonas cercanas a las ciudades. A pesar de ello, como ejemplificaré enseguida, las comunidades post-indígenas siguen siendo cerradas, en términos de grupos corporativos -es decir entidades que tienen una personalidad jurídica de facto3- que controlan su membresía. Siguen siendo unidades sociopolíticas religiosas cuya membresía se define por la participación semiobligatoria en sistemas de cargos y por lazos de parentesco, preponderantemente patrilineales. Si nos limitamos a las transformaciones económicas y la castellanización, se nos escapa lo más útil del modelo de Wolf. Además, privamos al modelo su capacidad de develar un tipo particular de organización en Mesoamérica que persiste y rige la vida de decenas millones de mexicanos, más allá del abandono de la lengua y la agricultura.

Comunidades pos-indígenas en el Suroeste de Tlaxcala y la Región Texcocana

Wolf (1957: 3) es claro en definir la comunidad corporada cerrada como una unidad territorial y no una unidad basada en el parentesco. Señala que, aunque su carácter corporativo pudo haberse basado en el parentesco en el pasado, solo permanecen algunos rasgos; señala la endogamia de la comunidad afirmando que “ocasionalmente” el parentesco sirve para establecer “derechos diferenciales” entre viejos y nuevos pobladores. Puesto que cita el artículo de Paul Kirchhoff que plantea el “clan cónico” para describir la estratificación al interior del calpulli azteca, queda claro que asocia el principio de territorio con la Conquista (Wolf, 1955: 457). Ya mencioné la persistencia de dicotomías subyacentes en las variantes de teorías sociológicas que distancian a los occidentales del “otro”. En este caso, la dicotomía subyacente es la que establece Morgan entre societas y civitas, sociedades basadas en el parentesco y aquellas basadas en el territorio.

En la revisión de su propio planteamiento, Wolf señala su “descuido de las entidades territoriales y estructuras de parentesco intermedias, entre el grupo doméstico y la comunidad, y de las redes de interconexión entre las personas de ésta” (Wolf, 1986: 327). Se refiere a estudios etnohistóricos y sobre los Andes y al libro sobre parentesco en México coordinado por Hugo Nutini, Pedro Carrasco y James Taggart (1976). Sin hacer referencia expresa, Wolf parece aludir al capítulo en que Eva (Verbitsky) Hunt critica el papel preponderante que Wolf asignó al territorio a expensas del parentesco (1976: 97-99). Destacando el papel crucial del parentesco en la comunidad que investigó en Oaxaca, Hunt apunta: “Si bien la territorialidad define las fronteras externas de las unidades sociales, desde el punto de vista interno la comunidad se define como poseedora de rasgos distintivos de parentesco” (Hunt, 1976: 98). Desde el punto de vista externo, los individuos obtienen derechos de tenencia de la tierra al pagar impuestos a la comunidad. Sin embargo, en la práctica, dichos derechos derivan del parentesco, es decir de la pertenencia a determinadas familias, mediante la cual, por nacimiento o por matrimonio, se es miembro de la comunidad (Hunt, 1976: 103). Hunt explica parte del descuido del parentesco en el abordaje a la comunidad en Mesoamérica por el predominio de la teoría de filiación en la década de 1950 en que escribió Wolf; sostiene que “la mayor parte de las comunidades mesoamericanas parecen ser organizadas en grupos de filiación poco profundas, o en grupos corporados bilaterales” (1976: 99).

Yo agregaría otra razón: el descuido del tema del parentesco en general como principio organizativo en el área cultural, al reducir su estudio a temas convencionales como las terminologías (que resultó ser un callejón sin salida). Hunt acierta al afirmar que la membresía a la comunidad remite al parentesco. Sostengo, sin embargo, que predomina el principio patrilineal y que la comunidad en sí es una especie de grupo de filiación patrilineal, por ser la vía patrilineal la más frecuente de membrecía. He planteado ya la presencia, a nivel de la práctica, de importantes principios patrilineales en la residencia y en la herencia de la tierra y de la casa en toda el área mesoamericana (Robichaux 2005), independientemente de la existencia de linajes formales. Este principio patrilineal arraiga a los varones a la tierra en parajes específicos y muestra cierta flexibilidad ante determinadas contingencias; por extensión opera también en cuanto a la pertenencia a la comunidad.4 Que Wolf haya tomado la idea de grupo corporado de Fortes, sin incluir en su modelo el principio unilineal se debe a la idea de que el parentesco en el área mesoamericana era fundamentalmente “bilateral”, lo que por definición excluye grupos unilineales (ver Robichaux, 2004a).

Cabe mencionar que, en la transición de sociedades basadas en el parentesco (societas) a aquellas basadas en el territorio (civitas) según el esquema evolutivo de Morgan, surgen, como tendencia general, los sistemas bilaterales. Así, a distintos niveles, Wolf replica el planteamiento dicotómico del padre de los estudios de parentesco en antropología. Sostengo, sin embargo, que sería importante rever el principio unilineal del modelo de Fortes (1953) e incorporarlo al esquema de comunidad corporada cerrada de Wolf. Estamos claramente en el ámbito de la filiación puesto que, como veremos, en el México post-indígena, se puede residir en una comunidad sin ser miembro de ella, sin ser ciudadano en ella, y se puede pertenecer a una comunidad sin residir en ella. Además, el vínculo más común que confiere esta membresía en el grupo es patrilineal.

Algo similar describió Robert Redfield con respecto a los barrios de Tepoztlán hace casi un siglo. Aunque los barrios tenían fronteras físicas, delimitadas a veces por rasgos topográficos, no todas las casas localizadas en un determinado barrio pertenecían a él. Incluso, en ciertos barrios existían enclaves de miembros de otros barrios que pagaban la “limosna” o huentli (cuotas de cooperación para la fiesta del santo del barrio) en otro barrio al cual pertenecían. En la mayoría de los casos, se trataba de personas externas que rentaban o, como plantea Redfield, por la compra de tierras de personas de otro barrio. Las más de las veces, por la costumbre de la residencia post-marital virilocal, tendía a haber relaciones de parentesco entre los hombres de un mismo barrio (Redfield, 1930: 71-74).

Es importante resaltar que al llegar los españoles a tierras mexicanas designaron con el término “barrio” a las unidades llamadas calpulli o tlaxilacalli. Aunque hay comunidades que reúnen varios barrios, muchas otras solo tienen uno, que fueron calpulli o tlaxilacalli en el pasado. Los pueblos del actual municipio de Tepetlaoxtoc en la Región Texcocana son claro ejemplo de un fenómeno más amplio. Ahí, aparecen en los registros parroquiales de los siglos XVII al XVIII unidades a cierta distancia de la cabecera que figuraban como barrios y ahora son pueblos (ver Robichaux, Martínez y Díaz, 2023). Así, no debe sorprendernos que los mismos principios patrilineales que rigen la residencia post-marital y la pertenencia al barrio, también rigen la pertenencia a un pueblo, aunque, desde luego, pertenecer a un determinado barrio implica la pertenencia al pueblo del forma parte. Todo esto remite a discusiones añejas sobre si los barrios-calpulli eran unidades territoriales políticas o si eran basadas en el parentesco (ver Medina, 2023), tema que trataremos en las reflexiones finales.

Con base en evidencia de mi propio trabajo y de otros investigadores, propongo que es mejor pensar la comunidad corporada cerrada como un grupo social cerrado con una base territorial. En los hechos, se trata de un grupo de filiación cuya membresía se trasmite fundamentalmente por línea paterna, aunque las mujeres tienen derechos residuales, los cuales pueden transmitir. La semilla de mi planteamiento remonta a junio de 1974. Durante una práctica de campo de formación etnográfica realizada en Tlaxcala, en la que debía elaborar un croquis del pueblo que estudiaba, encontré que no había contigüidad territorial en las casas. Los habitantes me señalaron una cruz de mampostería que marcaba los límites entre Acxotla del Monte, el pueblo de mi estudio, y la cabecera municipal de San Luis Teolocholco. Sin embargo, al adentrarme en los sembradíos de maíz, alejándome de esta mojonera, al intentar trazar la línea de demarcación me topé con “anomalías”. Fue algo similar a lo que Redfield describió para los barrios de Tepoztlán. Las casas de Acxotla del Monte en esta zona limítrofe no eran contiguas: al menos dos casas estaban más de 50 metros dentro del territorio que supuestamente era de San Luis y había casas de este último en lo que se suponía era parte de Acxotla. Quienes residían en algunas de estas casas explicaron la situación como sigue: “hacemos nuestros cargos en San Luis”, “cooperamos en Acxotla” o “pertenecemos a Acxotla”. Esto me llevó a cuestionar que se pueda concebir la comunidad únicamente en términos de territorio.

De acuerdo con mis observaciones en Tlaxcala y la Región Texcocana, los pobladores suelen usar la expresión “pertenecer a” y no “residir en” un pueblo. Como muestran varios estudios de dichas regiones es común expresar esta noción de membresía en términos de “ciudadano”, “cooperante” u “originario”. Los pueblos en cuestión son Acxotla del Monte (Robichaux, 1994, 2004b, 2005 y 2009), San Felipe Cuauhtenco (Davinson y Sam, 2003), San Miguel del Milagro (Sam, 2014) y Santa Apolonia Teacalco (Davinson y Sam, 2003 y Sam, 2004) en Tlaxcala. la Región Texcocana La Resurrección, San Antonio Tepetitlán, San Juan Tezontla (Ruiz, 2005 y 2015), San Pablo Ixáyoc (Maldonado Núñez, 2019), San Juan Totolapan (Rojas, 2007 y Rojas y Kuromiya, 2016), Santa Catarina del Monte (Maldonado Núñez, 2019) y Santo Tomás Apipilhuasco (Rojas y Kuromiya, 2016) (ver Mapa 1).

Mapa1:

Región Texcocana y Suroeste de Tlaxcala, Méxcio Central

La comunidad “corporada” cerrada en el México pos-indígena. Desindianización y el destino de las exrepúblicas de indios en el siglo XXI (1)

En todos estos pueblos, a principios del siglo XX -en algunos casos, recientemente- el náhuatl era la lengua principal y, en distintos momentos, fue desapareciendo. Solo en Acxotla del Monte, San Felipe Cuauhtenco y Santa Catarina del Monte, algunas personas, por lo general mayores de 50 años, todavía pueden expresarse en la lengua vernácula. En Santa Catarina y Acxotla todavía había monolingües en la década de 1970 y en el caso específico de este último, todos los niños hablaban el “mexicano” como llamaban el náhuatl y me invitaban a aprenderlo. En estas comunidades, pocas personas menores de 20 o 30 años todavía pueden entender la lengua y son menos aquellos capaces de expresarse en ella. Aunque muchas personas reconocerían, sin titubeos, que sus padres y sus abuelos eran indígenas, ellos no se reconocerían como tales. De ahí, la utilidad del calificativo de post-indígena.

El término “ciudadano” tiene un significado muy diferente del incluye la constitución de la República Mexicana y otros estados modernos. En las comunidades post-indígenas, un ciudadano no es aquel individuo mayor de 18 años sino el representante de una familia nuclear o remanente de ésta. En las décadas de 1970 y 1980, encontré que en Acxotla del Monte cada hombre, desde el momento de comenzar a cohabitar con una mujer, independientemente de que residiera con sus padres o en vivienda aparte, tenía la obligación de “pagar las cooperaciones”; es decir cubrir los montos asignados por las autoridades religiosas y civiles y/o la asamblea del pueblo para las fiestas de los santos y llevar a cabo obras públicas, colaborando a veces con mano de obra. Oí en varias ocasiones que la gente decía: “desde que agarren mujer, todos los hombres tienen que cooperar”.

Es interesante observar que los nahuatlhablantes de las comunidades del estado de Guerrero estudiadas por Catharine Good traducen como “ciudadano” el término “tequitlacatl” que literalmente significa “hombre que trabaja”. En diccionarios del siglo XVI tequitl significa trabajo, pero también “tributo”. “En la época preeuropea el tributo consistía en dar bienes y/o trabajo, y en sentido más amplio significaba el cumplimiento de las obligaciones que un individuo de un determinado grupo social tenía ante la comunidad” (Good, 1988: 77). Destaca Good que, a diferencia de otros pueblos de la región donde los hombres se vuelven ciudadanos desde que forma pareja, en Ameyaltepec ciudadano es el hombre mayor de un grupo de producción/consumo que puede incluir a uno o más hijos casados (Good, 1988: 91). El sistema de ciudadanos, que encabezan grupos de producción-consumo, le sugiere a la autora el origen prehispánico (Good, 1988: 92), ya que, en el Libro de Tasaciones, la lista de pueblos tributarios de la Nueva España con fecha de 1566, estipulaba que todo hombre casado, así como viudos y viudas, tenían que pagar el téquitl o tributo (Good, 1988: 214).

Los datos de los pueblos de la Región Texcocana y el Suroeste de Tlaxcala revelan una gran similitud con la forma de tributar especificada en el Libro de Tasaciones de 1565 citado por Good: en general, son responsables de pagar las cuotas comunitarias los hombres con pareja, así como viudos, viudas y madres solteras; estas últimas, en la mayoría de los casos pagan menos, frecuentemente la mitad. Es interesante que Good encuentra que, en los pueblos de Guerrero, se les nombra “viuditas” (cawahli en náhuatl), no solo a las viudas sino también a toda mujer que haya vivido con un hombre y se separó de él, o quien haya tenido un hijo sin casarse (Good, 1988: 84). Aunque a estas mujeres oficialmente no tienen la calidad de ciudadana, sí gozan de los mismos derechos que los hombres con pareja en cuanto a acceso a un sitio para fincar vivienda y tierras de cultivo; no se les exige el mismo grado de cooperación que a los hombres por considerarse más vulnerables económicamente (Good, 1988: 84-86). Algo similar sucede en San Pablo Ixáyoc, en la Región Texcocana. Ahí, toda mujer, viuda, o separada, que haya o no tenido hijos, pero que representa una unidad familiar, es considerada como ciudadana y designada con el término “madre soltera” (Maldonado Núñez, 2019: 7-8). En Acxotla del Monte, las madres solteras -en el sentido convencional- y las viudas pagan la mitad de las cooperaciones que los hombres y existen arreglos similares en algunos de los otros pueblos objeto del presente análisis.

Aunque el término “ciudadano” no ha sido destacado en todas las investigaciones aquí consideradas, la constante es que un hombre con pareja, un viudo, una viuda o una madre soltera fungen como el actor social responsable ante la comunidad por las cuotas o cooperaciones; mantenerse al corriente confiere derechos a todos los miembros de la unidad que representan. En todo caso, lo que hay en común en los pueblos analizados es un sistema en que un hombre con pareja, o una mujer con descendencia -llamados a veces ciudadano(as), representan a una familia nuclear, o remanente de ésta, la que constituye la unidad social fundamental. Al respecto, en su estudio de San Juan Totolapan en la Región Texcocana, Hugo Rojas (2007: 71) señala que, sin importar que fuera parte de una familia extensa o si se tratara de una madre soltera, cada familia nuclear o parte de ella, constituye lo que él designa como “unidad cooperante”.

Hugo Rojas y Aki Kuromiya (2016) muestran que en los pueblos de San Juan Totolapan y Santo Tomás Apipilhuasco en la Región Texcocana, se espera que al llegar a cierta edad el hombre tenga pareja y sea representante de un grupo ante la comunidad. Un hombre “solterón” o “quedado”, que para los 40 años no tenga pareja, es socialmente inexistente; en efecto, es como un menor de edad, sin participación en las asambleas del pueblo y en el sistema de cargos (ver Medina, 2023: 253). En cambio, la adultez se reconoce por ser parte de una pareja y, en el caso de las mujeres sin pareja, por haber tenido un hijo (Rojas y Kuromiya (2016). En San Felipe Cuauhtenco, en Tlaxcala, la madre soltera es considerada jefa de familia; aunque contribuye solo con el 50% de las cooperaciones, sean cuales fueren, con excepción del pago del agua que debe cubrir íntegramente. Al alcanzar la mayoría de edad, el hijo de la madre soltera adquiere la categoría de ciudadano y comienzan sus derechos y obligaciones comunitarias (Davinson y Sam, 2003: 42).

Eleonora Maldonado Núñez (2019: 25) propuso el término “ciudadanía local” o bien “ciudadanía consuetudinaria” para referirse a “normas y reglas sociales también llamados usos y costumbres”. Al ser un tipo de representación grupal por parte de un individuo y de derechos y obligaciones de los grupos representados, ambos términos son aceptables, aunque se podría hablar de “etnociudadanía” para situar el fenómeno en un contexto preciso y vincularlo con las comunidades indígenas y post-indígenas de México. Etnociudadanía no debe confundirse con “ciudadanía étnica” propuesta por Guillermo de la Peña (1995: 107) para referirse a una nueva generación de actores indios que desarrollan estrategias y demandas encaminadas a “redefinir las reglas de participación social y política, es decir, la configuración de espacios públicos”. Más bien, la etnociudadanía opera a nivel local y la similitud en sus características en diferentes regiones remite a un origen histórico común, la experiencia colonial de pueblos, la mayoría existentes desde antes de la conquista. Se trata de un fenómeno de índole interna que sirve para regir la vida a nivel comunitario de millones de mexicanos, indígenas o post-indígenas miembros de unidades de este tipo que predominan en el espacio geográfico del centro y el sur del país, el área definida como Mesoamérica.

¿Cuáles son los derechos y las obligaciones de los grupos familiares representados ante las comunidades por hombres con pareja y mujeres solas? En su descripción detallada de un pueblo de habla náhuatl de Guerrero, Catharine Good (1988: 86-87) señala el acceso a un sitio para fincar una vivienda, el derecho a tierras de cultivo y la participación en las asambleas. Cabe notar que las mujeres solas, aunque no participan en las asambleas, tienen acceso a sitios de casa y terrenos de cultivo. Esta situación es particular ya que la comunidad tiene un control total de tierras que no son mercancía. En las comunidades post-indígenas examinadas aquí, los derechos tienen que ver también con el control de la comunidad sobre recursos y se destacan los derechos a una toma de agua, el derecho a usar la iglesia para bodas, misas de quinceaños y bautizos, y el derecho de enterrar a los miembros de la familia inmediata en el cementerio (ver ejemplos en Encarnación, 2005: 158-159; Encarnación, 2015: 59; 81; 95; 101-102; Rojas Pérez, 2007: 52; 123).

Si bien es hereditario el goce de estos derechos depende del cumplimiento con las obligaciones por parte de los ciudadanos o sus equivalentes. Éstas son cubrir los pagos asignados por las asambleas para la realización de obras públicas y la celebración de las fiestas religiosas, y participar en los trabajos comunitarios conocidos como faenas en la Región Texcocana y tequio en algunas partes de México. En algunos poblados, se utiliza la “hoja de no adeudo”, exigida a la hora de pedir algún servicio, como el agua potable para una nueva vivienda; una constancia de domicilio, firmada por las autoridades locales y necesaria para algunos empleos y trámites; el uso de la iglesia para una misa de quinceaños o una boda; el entierro de un difunto en el cementerio. La hoja de no adeudo debe estar debidamente firmada y sellada por las autoridades religiosas (mayordomos y/o fiscales), las autoridades civiles y los encargados del sistema de agua potable y obras públicas. En este sentido las autoridades civiles y religiosas funcionan como una instancia para exigir el cumplimiento con los pagos y participaciones obligatorios para cada ciudadano o su equivalente. Siempre se buscan soluciones negociadas, pero también se dan casos de coerción, siendo uno de los más drásticos el corte del agua (Encarnación, 2015:113) (ver fotos).

He planteado que la pertenencia o la membresía son heredadas fundamentalmente por vía patrilineal. El caso de Santa Catarina del Monte en la Región Texcocana, estudiado por Eleonora Maldonado, ilustra cómo los particulares usos y costumbres refuerzan ese principio. Pone en relieve que los derechos residuales de las mujeres nativas priman sobre derechos de hombres fuereños, cuya presencia en la comunidad es excepcional. En cambio, en la cercana comunidad de San Pablo Ixáyoc, los hombres que llegan por residencia uxorilocal se convierten obligatoriamente en ciudadanos, pero mediante el pago de 5,000 pesos mexicanos (alrededor de 410 dólares en 2013); son conocidos como “yernos de la comunidad” (Maldonado, 2019: 134). Por su parte, en esta comunidad, a las mujeres que se casaron con hombres de fuera y viven en los poblados de éstos, si se separan o divorcian y quieren regresar, se les exige un pago y son ciudadanas con derechos (Maldonado, 2019: 133-134). Aunque se permite la venta de terrenos a fuereños, por acuerdo de la asamblea del pueblo en 2015 cualquier comprador debía pagar 200,000 pesos mexicanos (aproximadamente12 626 dólares en esa fecha) al pueblo; el vendedor, so pena de una multa de 10,000 pesos (631 dólares en 2015), debía pedir autorización para la venta (Maldonado, 2019: 132-133).

En los casos etnográficos que hemos visto los fuereños o son totalmente excluidos o bien, si se les permite adquirir tierras, es bajo condiciones sumamente onerosas, congruente con lo que Wolf (1955:457) afirma en cuanto a los “derechos diferenciales” entre antiguos y nuevos habitantes. Según Wolf, esta distinción ocurre solo “ocasionalmente” pero en los casos considerados aquí se trata más bien de una regla fundamental, de carácter constante, sistemático y bastante rígido (ver Imágenes 1 y 2). Características como éstas son las más útiles para hablar de cerrazón de la comunidad corporada de Wolf. Como muestran los casos aquí analizados, persisten a pesar de profundas transformaciones económicas y la apertura a través de los transportes, los medios de comunicación masiva, y de nuevas relaciones laborales. Permanece esta forma organizativa forjada históricamente en las repúblicas de indios, a pesar de la pérdida de los idiomas indígenas.

Imagen1:

Fusión de instancias civiles y religiosas. Aviso de autoridades sobre obligaciones de miembros y derechos diferenciales de miembros de la comunidad y fuereños, San Antonio Tepetitlán, Municipio de Chiautla, Estado de México Fotografía: David Robichaux.

La comunidad “corporada” cerrada en el México pos-indígena. Desindianización y el destino de las exrepúblicas de indios en el siglo XXI (2)

Imagen2:

Cerrazón de la comunidad. Santa Catarina del Monte. Fotografía: David Robichaux

La comunidad “corporada” cerrada en el México pos-indígena. Desindianización y el destino de las exrepúblicas de indios en el siglo XXI (3)

Reflexiones finales

En un trabajo reciente, Javier Serrano (2020) ha señalado que sería importante que los planteamientos sobre comunidad de autores como Roberto Esposito y Sygmunt Bauman entraran en diálogo con los hallazgos empíricos de los antropólogos. Este trabajo es un esfuerzo en esa dirección. Espero haber destacado la necesidad de confrontar datos de campo con planteamientos generales, surgidos de la filosofía o de la llamada “teoría pura”. El avance teórico-conceptual en la antropología sólo es posible con una buena dosis de datos empíricos; sobre todo aquellos relativos a prácticas concretas, recogidos en el campo a través de la observación participante, como los mencionados aquí en la Región Texcocana y el Suroeste de Tlaxcala en el México Central.

Pero el aporte de los datos etnográficos forzosamente tiene que ir de la mano con el ejercicio de repensar numerosos supuestos arraigados en los estudios mesoamericanos para construir un marco conceptual a partir de las especificidades del área cultural. Recientemente Andrés Medina (2023) revisitó los debates sobre el calpulli, unidad organizativa de los antiguos mexicanos es un paso importante en esta dirección, un tema en discusión desde Lewis Morgan. Medina señala que mientras Morgan veía al calpulli como unidad gentilicia (de parentesco), autores como Pedro Carrasco lo concebían como una unidad territorial y política. Formado con los supuestos de la aculturación de la década de 1950, Eric Wolf asumía que el parentesco no era un principio organizativo en la comunidad. Cabe señalar, que los planteamientos sobre el parentesco de ese período recurrían a modelos y tipos ideales construidos a partir de investigaciones en sociedades sin estado, dando prioridad a las terminologías y tomando poco en cuenta prácticas concretas. Como hemos visto, el calpulli, o su equivalente, es el antecesor de numerosas comunidades o de los barrios de éstas. Considerar los debates al respecto constituye un ejercicio obligatorio, si queremos dar una dimensión histórica a nuestro análisis.

Aunque Andrés Medina destaca la importancia de los principios patrilineales en la conformación de las familias extensas en el área mesoamericana, curiosamente no extiende el modelo patrilineal a los pueblos originarios que abordó en el Valle de México y al área nahua. Se limita a destacar su presencia en las agrupaciones patrilineales de los Altos de Chiapas que algunos autores han descrito como clanes. Quizás se deba a la falta de trabajos etnográficos centrados en estos aspectos de la comunidad y a una perspectiva convencional del parentesco que privilegia las terminologías en menoscabo de prácticas concretas observables. Los trabajos citados y mis observaciones en la Región Texcocana y el Suroeste de Tlaxcala muestran la importancia de los principios patrilineales, congruentes con lo que señala Medina y otros estudios, que operan en la residencia en toda el área mesoamericana. Pensar la comunidad como un grupo social fundamentalmente patrilineal, cuyo origen histórico fue un grupo corporado detentador de la propiedad -el calpulli o agrupación de calpullis en la época prehispánica o la república de indios durante el virreinato-, ayudaría a entender que estamos ante algo mucho más complejo que un grupo político territorial.

Hay otro importante aspecto de la comunidad corporada cerrada que hasta ahora solo he tocado tangencialmente: su carácter de unidad religiosa. Los estudios de Wolf (1955 6 1957), Pedro Carrasco (1976) y Frank Cancian (1976) han subrayado la participación en el sistema de cargos como elemento definitorio de la membresía comunitaria; a la vez que se ha discutido largamente si se trata de un sistema nivelador o de uno que resalta las diferencias socioeconómicas, con énfasis en los hombres y una supuesta búsqueda de prestigio. En El pueblo es como una rueda, Roger Magazine (2015) ha hecho una atinada critica al respecto, señalando la importancia de los grupos y los esfuerzos colaborativos en el desempeño de los cargos. Por su parte, Danièle Dehouve (2001) ha observado un desmedido énfasis en el individuo y el poder en los planteamientos sobre el sistema de cargos. Retomando las propuestas de Arthur Maurice Hocart sobre la realeza sagrada, Dehouve (2016) muestra en su estudio de tlapanecos de Guerrero, que hay otros cargos que cumplen funciones indispensables con el propósito primordial de realizar los rituales acostumbrados destinados a asegurar el bienestar, la salud y la prosperidad de la población.

Aunque puede sorprender hablar de realeza sagrada donde no hay rey, cabe recordar que el modelo de Hocart (1970) contemplaba la existencia de una burocracia, un cuerpo de funcionarios especialistas en la ejecución de los distintos rituales acostumbrados para el logro de la salud, la prosperidad y el bienestar del pueblo. También hay que recordar que los monarcas y autoridades prehispánica, tanto de las unidades políticas mayores como de los calpullis, tenían estos atributos y que difícilmente se podía separar la instancia política de la religiosa. Hoy en día, las comunidades del tipo discutido aquí son unidades en las cuales se fusionan las funciones llamadas civiles y religiosas en Occidente. Son unidades sociales fuertes, resistentes al proceso de modernización, si ésta se entiende en términos de racionalización de Weber, es decir, con separación de funciones religiosas y políticas. Sin poder ofrecer más detalles, la evidencia etnográfica presentada aquí se limita a unos cuantos poblados de dos regiones post-indígenas del México central. Sin embargo, mis observaciones de campo muestran un tipo de organización, sobre todo cuando no se trata de cabeceras municipales, en que las autoridades civiles y religiosas localmente elegidas, conjuntan fuerzas en una sola instancia para garantizar el bienestar de los poblados, a través de obras materiales y los rituales acostumbrados. La evidencia de principios organizativos similares abunda en otras regiones mesoamericanas.

Propongo que en adelante se preste mayor atención a las creencias de los pobladores de comunidades indígenas y post-indígenas. Dichas creencias se traducen en prácticas devocionales concretas que, frecuentemente, se encauzan en la búsqueda de un cargo; no tanto para acumular prestigio, aunque el buen desempeño suele redundar en cierto reconocimiento. Aunque es un tema de legítimo interés, tendríamos que preguntarnos si la fascinación con el poder en el estudio de las comunidades indígenas y post-indígenas no representa más bien un reflejo de la sociedad occidental. Como ha sugerido una investigación sobre el impacto de la pandemia en un ritual acostumbrado suspendido en la Región Texcocana a raíz del Covid-19, la relación de reciprocidad entre comunidad y divinidad se impone en cualquier explicación de la motivación de los actores que participan en el sistema de cargos (Robichaux, Martínez Galván y Moreno Carvallo, 2021). Pienso que es provechoso considerar a las fiestas religiosas principales como grandes ofrendas, con dimensiones individuales y colectivas que se conjuntan como pago por favor recibido, o pedido, una búsqueda de asegurar la buena ejecución del ritual, lo que implica una organización dedicada a este fin como planteaba Hocart (ver Robichaux, Moreno Carvallo y Martínez Galván, 2021). En todo caso, solo con mucho trabajo de campo, basado en una acuciosa observación, y la disposición a retrabajar conceptos y cuestionar ideas arraigadas sobre comunidad, categorías “étnicas”, modernización y parentesco poniendo la motivación y función religiosa en el centro del debate, podríamos avanzar en el tema de la comunidad en el área mesoamericana.

La comunidad “corporada” cerrada en el México pos-indígena. Desindianización y el destino de las exrepúblicas de indios en el siglo XXI (2024)
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